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Ernesto Sábato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Hizo su doctorado en física y cursos de filosofía en la Universidad de La Plata. Trabajó luego en el Laboratorio Curie, en París, y abandonó definitivamente la ciencia en 1945 para dedicarse exclusivamente a la literatura. Ha escrito varios libros de ensayos sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria -El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979)-, y tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abbadón el exterminador (1974). Dice Sábato: "Puede parecer un acto de horrible esnobismo que tres crisis fundamentales de mi vida se sucedieran en París, pero efectivamente así fue. La primera se produjo en el invierno de 1935, cuando yo era un muchacho de 24 años. Desee 1930 milité en la Juventud Comunista, cuando la dictadura del general Uriburu. Abandoné estudios, familia y mis comodidades burguesas. Viví con nombre supuesto en La Plata, en cuyos suburbios estaban los dos frigoríficos más grandes del país, donde se explotaba despiadadamente a toda clase de inmigrantes, que vivían amontonados en tugurios de zinc, rodeados de pantanos de aguas podridas. Repartíamos manifiestos, participábamos de la organización de huelgas. Hacia 1933 fue ya secretario de la Juventud Comunista, cuando habían empezado mis dudas sobre el estalinismo, y entonces resolvieron mandarme a las Escuelas Leninistas de Moscú, a purificarme. Si hubiese ido, no habría vuelto jamás vivo. Tenía que pasar previamente por Bruselas, por un congreso contra el fascismo y allí supe con horrendos detalles de los "procesos" de Moscú. Me escapé a París, viví un invierno muy duro en la piecita de un compañero disidente, mientras el partido me buscaba. Logré volver a la Plata, donde proseguí mi carrera en física-metemática. Cuando terminé mi dieron una bourse para trabajar en el laboratorio Curie, donde trabajé durante casi un año y, allí en París, asistí a la ruptura del átomo de uranio, que se disputaban tres laboratorios: ganó la "carrera" un alemán. Pensé que era el comienzo del Apocalipsis. Viví en una confusión horrible, mientras escribía mi primera novela y cometí la infamia de dejar que Matilde se volviera a la Argentina con nuestro primer hijo, de pocos meses, mientras yo tenía una amante rusa. La tercera crisis fue consecuencia de todo esto, y de mi vínculo con los surrealistas: Domínguez, Matta, Wifredo Lam y otros. En otro día de invierno fuimos con Domínguez, a la tarde, al Marché aux Puces y volvimos después en el Metro hasta Montparnasse, donde tenía su estudio Domínguez. En la calle, ya era de noche, en un especie de nevisca, Domínguez se detuvo y me dijo:"¿Qué te parece si esta noche nos suicidamos juntos ?" No era una broma, era muy propenso, como lo probó años después. Yo me negué, aunque también me atraía el suicidio: me salvó mi instinto, y aquí estoy, junto a la Matilde de todos los tiempos, una de esas "mujeres fuertes de la Biblia", que está muriendo, en medio del dolor más profundo de mi vida, en el final de una existencia muy compleja." (Ernesto Sábato, 24 de enero de 1995)
Entre sus obras: |
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- El túnel (1948)
- Sobre héroes y tumbas (1961)
- Noticia preliminar
- I. El dragón y la princesa
- II. Los rostros invisibles
- III. Informe sobre ciegos
- IV. Un dios desconocido
- Abbadón, el exterminador (1974)
- Ensayos (1996)
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más sobre Sábato y su obra: |
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Ernesto Sabato - Su MundoVídeo 1Vídeo 2
Ernesto Sabato - Querido y remoto muchacho (fragmento subtitulado)
Vídeo -----------------------------------------------------------------------------------------------
A poco de hacerse cargo del gobierno, el presidente Raúl Alfonsín ordenó el procesamiento de las Juntas Militares que gobernaron durante la dictadura militar (1976 - 83), responsables, en última instancia, de los horrores cometidos y nombró una comisión para investigar esos crímenes (CONADEP). Como presidente fue designado Ernesto Sábato. Al cabo de nueve meses, esa comisión expidió sus conclusiones, resumidas en el libro Nunca más, que lleva un prólogo escrito por el propio Sábato que aquí transcribimos.
Nunca Más - Informe de la Conadep - Septiembre de 1984
Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura». No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos. Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para eso estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos. Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria. De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados. Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais». De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra - ¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo. Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus ¦ldas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa. En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los «subversivos», con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epiteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas» , «materialistas y ateos» , «enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esosamigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores. Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita verguenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza. De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal. Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían. En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente. Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crimenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo. Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Unicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.
NUNCA MÁS. VERSIÓN COMPLETA. EDICIÓN ELECTRÓNICA
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