-“Se halla nuevamente en Buenos Aires el renombrado arquitecto francés Le Corbusier. Nuestra Facultad de Arquitectura, que siempre ha invitado a todas las eminencias extranjeras del ramo, tiene una magnífica ocasión para que este renombrado urbanista francés dé en Montevideo algunas de sus interesantes conferencias”.- Esta breve nota se publicó en la primera página del diario montevideano “El Imparcial”, el 3 de noviembre de 1929, y es notable observar como, en tan pocas líneas, se deslizan tres gruesos errores que, en líneas generales, han persistido hasta nuestros días.
En efecto el “renombrado arquitecto francés Le Corbusier”, no era ni arquitecto, ni francés, ni menos aún se apellidaba Le Corbusier. Había nacido en Suiza en 1887, su nombre completo era Charles-Edouard Jeanneret-Gris, y no se conoce que se haya graduado de arquitecto. Le Corbusier era, en realidad, un juego de palabras tramado entre el apellido de su abuelo materno y courbeau, cuervo en francés, que el adoptó como su nombre profesional.
Queda planteado para nuestros lectores el interrogante siguiente: ¿Cómo este paradigma de la arquitectura contemporánea pudo ejercer profesionalmente sin título que lo habilitara, y firmando sus obras con un pseudónimo?
Pero no es nuestro propósito desenredar estos ovillos de la historia, sino evocar el viaje que Le Corbusier, arquitecto o no, realizó a América del Sur en ese año de 1929, y los equívocos que el imaginario popular ha instalado sobre él, y especialmente, sobre su bizarra relación con Victoria Ocampo, y con sus “colegas” argentinos.
¿Fue realmente ella quién patrocinó el viaje de Le Corbusier a Buenos Aires? ¿Su casa de Palermo Chico se realizó sobre planos del maestro?
¿Qué obras realizó Le Corbusier en nuestra ciudad? Seguramente si realizáramos un interrogatorio a personas informadas en estos temas, recibiríamos respuestas variadas, quizás no del todo exactas o coincidentes. Procuraremos -no es fácil- relatar los hechos que determinaron el viaje del más conocido teorizador de la arquitectura del siglo XX, y las actividades que desarrolló en el Río de la Plata. Pero antes de pasar a los acontecimientos, se debería formular una advertencia: todo es confuso hasta lindar con lo inverosímil, con argumento más que suficiente como para ser trasladado a una comedia de equívocos, tan en boga durante ésos días. Su llegada al puerto de Buenos Aires en el trasatlántico francés “Massilia” se produce el 28 de septiembre de 1929. Entre otras personalidades, se sabe que lo recibieron Victoria Ocampo y la cantante francesa Jean Bathori.
¿Quién o quiénes promueven y financian la llegada de Le Corbusier a nuestras playas? Ningún organismo relacionado con el mundo oficial. Ni siquiera la Municipalidad de Buenos Aires, que por ese entonces impulsaba -¡nada menos!- su Plan Orgánico para la Urbanización del Municipio, tuvo por ese entonces contacto formal con Le Corbusier. Increíble.
En lo personal y directo, fue Alfredo González Garaño, artista de gran peso y vinculación social y académica, quien contacta a Le Corbusier en París para ofrecerle pronunciar una serie de conferencias en Buenos Aires. Lo hace por cuenta y orden de la Sociedad de Conferencias. Bien, y ¿qué era la Sociedad de Conferencias?
Debemos remontarnos a 1924, cuando en nuestra ciudad se fundan dos entidades particulares de promoción cultural; la Asociación de Amigos del Arte y la Asociación de Amigos de la Ciudad. En ambas tenían fuerte presencia dos mujeres de gran prestigio social y respaldo económico: Elena Sansinena de Elizalde y Victoria Ocampo, quienes seguramente aportaron lo necesario para concretar el proyecto.
Le Corbusier recibiría entre 6000 y 8000 francos por cada conferencia -diez en total- lo que daría un total, según el cambio de esa época de unos 6000/7000 pesos argentinos, suma nada despreciable, por cierto.
Corría también por cuenta de la Sociedad de Conferencias gastos de viaje y alojamiento. Le Corbusier llega en primera de lujo y se aloja en el entonces Hotel Majestic, suntuoso establecimiento de la época ubicado en Avenida de Mayo y Santiago del Estero. Cuesta adjudicar un pasado de esplendor y elegancia a ese edificio semi-ruinoso que ocupa hoy la Dirección General Impositiva, u otro organismo oficial, cualquiera sea.
Por esos días, también estaba en Buenos Aires el escritor norteamericano Waldo Frank.
Su objetivo era el mismo que el de Le Corbusier: pronunciar conferencias, igualmente auspiciadas por la misma institución. Le Corbusier debía hablar en la Asociación de Amigos del Arte y Frank en la Facultad de Filosofía.
¿Podrá creerse que la primera conferencia de Le Corbusier coincidía exactamente en día y hora con la primera de Waldo Frank? Era en la práctica un boicot a ambas realizado por la misma institución organizadora. Inverosímil. De cualquier manera, es interesante resaltar que la prensa cubrió mucho más la presencia de Waldo Frank que la de Le Corbusier, que pasó casi inadvertida.
Sólo un diario local informó frugalmente: “Le Corbusier pronunció ayer su anunciada conferencia en Amigos del Arte sobre el tema “Liberarse de todo espíritu académico”. El numeroso y selecto público escuchó las palabras del distinguido artista, quien fue muy aplaudido cuando dio término a su disertación.”
Ya habíamos dicho que la Sociedad Central de Arquitectos había ignorado ruidosamente la presencia de Le Corbusier. ¿El motivo aparente? Nuestro visitante no se había recibido de arquitecto.
Las razones reales parecen tener otros fundamentos. Se vivían épocas de gran tensión, en la cual las ideologías parecían librar batallas en todos los ámbitos. El de la arquitectura no estaba al margen de estas luchas.
En este territorio se teorizaba por la vuelta a una arquitectura nacional -si es que alguna vez la hubo-. Ricardo Rojas, respetada personalidad de nuestras letras había recibido el Premio Nacional de Literatura. Con ese dinero -y aunque hoy resulte increíble- edificó su casa -hoy museo que lleva su nombre- en la calle Charcas 2837, sobre planos del arquitecto Angel Guido. La fachada es muy semejante a la Casa de la Independencia de Tucumán, y significaba en la arquitectura, lo que la Restauración Nacionalista propugnaba en otros territorios del arte.
Esta posición, si no en su totalidad, era acompañada por otros sectores que veían con indiferencia y escepticismo las ideas que procuraba difundir Le Corbusier.
Recordaba Jorge Romero Brest una de las conferencias: -“Le Corbusier subió al estrado sin saludar ni decir palabra, y en el pizarrón que ocupaba el frente de la sala dibujó un capitel corintio. Luego lo tachó diciendo: “Ca ne va plus”. Admirable recurso de oratoria silenciosa con que él puntualizó su posición frente al mundo: “No más adornos”
Esta posición no era compartida, obviamente, por los propugnadores de una vuelta a una arquitectura indo-española, ni menos aún por los clasicistas, como Alejandro Cristophersen o Alejandro Bustillo que luchaban, en consecuencia, en tácita aparcería contra el enemigo común. Muchas personalidades de la época, no solamente arquitectos, no percibían un estilo en la obra de Le Corbusier, sino, simplemente, la falta de este, cualquiera fuese.
Son conocidas las irónicas críticas de Borges a las obras de Virasoro, uno de los pioneros de las modernas tendencias arquitectónicas en Buenos Aires.
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